“El diablo es parecido a ver un carabinero”, dice una de las voces.
La historia -la lucha política, territorial y cultural en los años iniciales de una de las primeras organizaciones indígenas de la región (el Consejo Regional Indígena del Cauca)- es constantemente interrumpida/complementada en la película por monólogos e imágenes que parecen dirigir hacia otra parte, como si se tratara de voluminosas y alucinadas notas al pie. Alucinadas porque esperamos enfrentarnos a una descripción más o menos directa de cierta “realidad” y con ella emergen varias más, y porque ciertas “visiones”1 se cuelan en esta lectura particular. Que no entendamos esto como ficción sino como parte integral de los hechos es algo que va desenvolviéndose con la película. Y hay en ello experimentación formal, pero la pregunta que quisiera hacer es, ante todo, qué papel cumple y de dónde surge la manera precisa de tratar estos hechos, pues la experimentación no es una cosa gratuita (y aunque casos los hay -arte por el arte, etc.-, no vale la pena mencionarlos aquí).2 Quiero decir que es necesario experimentar para poder decir otra cosa. Mejor, alterar cierta regularidad, cierta homogeneidad de los discursos, pues sólo en sus fisuras se abre la posibilidad de un túnel, de cierta vía de acceso insospechada a lo otro, a lo que no puede ser lo mismo. Es necesario un cuestionamiento del lenguaje que nombra lo que nos es familiar para romper con ello, la comprensión de una determinada situación, que nos es por definición ajena, depende de esta transformación.
Hay en Nuestra voz de tierra, memoria y futuro una profunda reflexión sobre el lenguaje a ser usado frente a estos procesos de lucha social, una búsqueda por los modos de expresión que le correspondan éticamente a cuanto y quienes quieren ser representados. Creo que es precisamente la experimentación entendida como una apertura lo que permite que estas inquietudes resulten productivas, pues se trata tanto de comunicar las acciones en curso que buscan mayores libertades para una colectividad particular, como de expresar la multiplicidad de deseos que existe tras ellas. La experimentación en lo formal de este documental surge con la intervención de la mirada de las propias participantes en las luchas que quiere narrar. Esto es una pregunta estética, tanto como una enunciación crítica de un discurso político. Los personajes “míticos” que complementan un relato histórico más o menos lineal, surgen del diálogo, de las anécdotas que forman esas relaciones precisas, por ejemplo, entre el capital (y cada uno de sus representantes: terratenientes, invasores, policías, estado, etc.) y el mal absoluto en términos de una mitología más o menos cristiana. El propio proceso de acumulación está mediado por esta intuición del mal, lo que es llegar a la misma conclusión a la que llegaríamos por vías de lo “mejor” de la “razón occidental”, esto es: todo proceso de acumulación se sustenta necesariamente en la explotación de otras -no hay riqueza inocente-. Que El Diablo (voy a agrandarlo con mayúsculas) le entregue en un pacto su riqueza a lxs terratenientes equivale a decir que en el origen de toda riqueza están el mal, la separación, la dominación. El principio de la desigualdad, una transacción maligna y tenebrosa.
Entramos de lleno en el asunto de “la caída”. Con ello me refiero al relato edénico y a la expulsión de una relación particular con el mundo, en donde no existían trabajo, sufrimiento, separación, etc. Son precisamente los dominios del mal los que se habitan en las relaciones de subyugación, es el mal primigenio al que se combate con “la recuperación crítica de las culturas” de las oprimidas (en este caso varios pueblos indígenas del Cauca) y las acciones materiales que pueden sustentarla. El levantamiento, la lucha, pueden verse en este sentido como una redención en toda regla (y no es porque me guste particularmente esta mitología que insisto en ella, así como tampoco las recuperaciones revolucionarias de la escatología cristiana, sino porque allí se dibujan con fuerza gestos que buscan la libertad). Es el orden propio de una cultura, su autonomía previa a la masacre y el despojo de la colonización a lo que apunta la herida. Tanto la invasión como los tiempos anteriores a ella son realidades históricas y al mismo tiempo son hechos míticos, se desenvuelven en dos temporalidades que se entrecruzan a cada tanto sin confundirse. El mito como irrupción en la línea de tiempo, simultáneamente imaginación de un futuro inédito por el cual luchar y posibilidad de identificación con un papel que preexiste a la persona en concreto. Se retoma la lucha de lxs ancestrxs contra lxs mismxs enemigxs que ellxs enfrentaron, el diablo, que aparece en todas sus formas como opresor.
Con esta mística de la lucha de clases, con la identificación de los sujetos históricos con valores mitológicos (aquí recuerdo a Furio Jesi3) se entra también en la posibilidad de una autonomía real frente al imaginario de dominación. Es decir, al trazar un límite absoluto y radical entre un “nosotrxs”, oprimidxs, indígenas, trabajadorxs y campesinxs marcados por la herida de la historia y un “ellxs” compuesto por terratenientes, curas, carabineros, estado y un larguísimo etc., se abre el campo necesario para la constitución y preservación de unos deseos de transformación radical del mundo, que tienden a anularse en el aspiracionismo que es regla en la sociedad de consumo (mediocremente implantada en estos platanales, por lo demás), así como en la asimilación violenta de culturas en algún momento autónomas en cuanto al imaginario capitalista. Esta delimitación radical tiene sus peligros, sus derivas angélicas, pero llama la atención cómo esto integra en la lucha varias dimensiones vitales de las colectividades convocadas por ella. La referencia a la Madre Tierra opera en un sentido similar. Podríamos suponer -quizás abusivamente- un enunciado como: “Nosotras cuidamos de un ser viviente, del que nos sabemos parte, ustedes creen poseer (y de hecho lo hacen, en casi todas partes) una extensión a ser explotada”, un puro objeto. Importante señalar aquí que no hay aún propiamente una cristalización identitaria fija en “lo indígena” sino una enunciación, creo, particularmente ética, en el sentido que no se reivindica (aún) “una raza” sino un modo de vida específico en el mundo, una relación con la Tierra y una historia concretas, no es cosa menor.
La película construye un relato denso, rico, fangoso, en donde varios niveles de realidad son presentados a través de un mismo relato colectivo, esto es: de una multiplicidad. Esto es posible por el ojo atento, por el oído particularmente cuidadoso y la disposición de escenificar, por parte de quienes hacen la película (tanto quienes están detrás como frente a la cámara), lo que se escaparía de una mirada demasiado “documental” del asunto. Interviene no una mirada externa y con pretensiones de objetividad sino una dislocada, abierta a toda la riqueza de los relatos en torno al fogón, poblados por presencias sobrenaturales y experiencias profundamente personales que son lo que permite esta noción de colectividad. Se trata de que esto suma y que el aspecto experimental de la misma no es un gesto artístico gratuito, sino resultado directo de la voluntad de producir imágenes que narren una historia con quienes se involucran en ella y participen desde sus propios lenguajes. Esta ética particular se enuncia aquí en la disposición a ser afectadxs por la propia historia y hacer visible esta afectación por medio del dispositivo y los modos de producción elegidos para ello. Lo que se cuenta no es sólo el esfuerzo y la persistencia de la colectividad en su recuperación de la tierra, así como la represión desatada sobre esta, sino la recuperación de un territorio, que involucra un ejercicio más denso, simbólicamente, de lucha y significación. Lo que se busca es enunciar una “verdad” (en el sentido antes propuesto por Jesi) de estas luchas, tanto por la vía del documento como a través de ese sustrato mítico, que sitúa estos levantamientos en el tiempo histórico y más allá de él.
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